Historia de Alfonso Florez Ortiz

Alfonso Flórez Ortiz nació sin cuerpo para el deporte. Quería ser futbolista, pero era flaco y débil. Quería ser atleta de semifondo, pero su resistencia natural, era buena. Quería ser ciclista, pero era bajo de estatura y con poca fibra muscular. Lo único real era que este joven no tenía cuerpo, pero sí mucha alma para el deporte. Y por eso se impuso a sus deficiencias físicas, hasta decidirse por el ciclismo y llegar a ser más de lo que se había propuesto: Pionero de los triunfos colombianos en Europa en la dorada década de los años 80, al ganar el título del Tour de L'Avenir y demostrar de cuánto eran capaces los escarabajos de ese lejano y nada bien ponderado país suramericano, llamado Colombia. Hoy, al repasar su larga cadena de triunfos deportivos acumulados en una corta vida -interrumpida por la enfermedad que más mata colombianos, la violencia- se llega sin dificultades a la conclusión de que Alfonso Flórez Ortiz, es el mejor ciclista y el mejor deportista de Santander en la historia.
Nacido en Bucaramanga, el 5 de noviembre de 1952, como único varón de la familia formada por Alfonso Flórez Quiñónez y Sara Ortiz, el deportista creció con sus hermanas Eugenia, Mariela, Esperanza y Libia, primero en el popular barrio Norte, de Bucaramanga, y después en La Concordia, en donde definió sus perfiles en la vida y en el deporte. Desde muy joven quiso ser atleta, hasta cuando en 1969 participó en una competencia 3.000 metros, en representación del Sena, y perdió tres vueltas con el ganador. Este resultado lo dejó tan desilusionado, que de inmediato renunció al atletismo. El joven de 16 años empezó entonces a jugar fútbol con sus compañeros del barrio La Concordia, en los viejos potreros aledaños a la Quebrada La Rosita, entre las carreras 22 y 24 y las calles 41 y 50, muchos antes de que fuera construida la avenida que desembotelló la salida del centro de la ciudad, hacia el oriente y el sur.
Sus aficiones por el fútbol se combinaban con su poca vocación por el estudio. Los domingos en la tarde frecuentaba la tribuna de gorriones del Estadio Alfonso López, para vivar a su Atlético Bucaramanga, al que no le perdió la fe, ni siquiera por los permanentes malos resultados. La mañana dominical la invertía en el Teatro Libertador, uno de los pocos «no recomendables» para los niños «bien» de la Bucaramanga de entonces, porque era frecuentado por jóvenes pobres, entonces estigmatizados por los hijos de los ricos. Precisamente en uno de esos matinales, en los cuales los muchachos intercambiaban «matachos» o «monas» o «caramelos», como se les dice en Bogotá, para álbumes de artistas, deportistas, actrices de moda, etc., y se participaba en rifas, Alfonso Flórez ganó con el número 3412 de su boleta de entrada, una bicicleta de turismo, que lo hizo olvidar sus inclinaciones por el fútbol y por el atletismo.
La fiebre por el ciclismo, que afectó intempestivamente al único varón, dividió la familia. Su papá, el hombre de las batuta, de las órdenes, del mando, no estaba de acuerdo. Las cinco mujeres -las tres hermanas y la madre-, que debían acatar las decisiones del jefe del hogar, lo apoyaban. Y como siempre, se impuso la voluntad de las mujeres, a quienes se unió el entrenador de Santander, el exciclista Severo Hernández, quien lo convenció de que el ciclista no era un vago. «Déjelo correr, don Alfonso, que algún día Alfonsito ganará una Vuelta a Colombia». Y el pequeño, delgado y vivaz muchacho, tomó en serio la apreciación de Severo, a quien admiraba, y se entregó a los entrenamientos con todo el fervor y la disciplina, que no había tenido antes en la vida.
La carrera de Alfonso Flórez comenzó para el país en 1974, cuando ganó dos etapas de la Vuelta a Colombia. Pero en realidad ya había comenzado antes de 1970, en las competencias regionales, al lado de las figuras de entonces, Severo Hernández, Clímaco Guzmán, Jairo Santander, Pedro Púas Villamizar, Alvaro Palomino y el mejor de todos en ese momento, Alberto Chispitas Duarte, quien era un campeón precoz al haber triunfado en la Vuelta al Sur en 1968, antes de participar en la Vuelta de la Juventud. Precisamente se recuerda una anécdota sucedida en 1970, al otro día de un chequeo ganado por Alfonso Flórez; cuando se encontraron para un nuevo entrenamiento en el estadio Alfonso López. Chispitas, dolido por la derrota, tomó la bicicleta de su vencedor, y la tiró escaleras abajo.
En la flor de la juventud, Alfonso Flórez era tan rápido en los entrenamientos, como en lanzar piropos a cuanta muchacha le gustaba. Como era de verbo fácil y rápido, pronto envolvía a la pretendida en su conversación, y terminaba convenciéndola de su sinceridad. Cuando tenía 20 años, al Casanova que llevaba dentro se le cortaron intempestivamente las alas, cuando conoció a una joven secretaria que estudiaba como él en el Sena, de Bucaramanga. Marta Tarazona cursaba Secretariado General, y Alfonso, Máquinas y Herramientas, y aunque sólo la veía cuando salía de clase, esto le bastó para enamorarse y empezar con una paciente tarea de conquistador, que demoró en dar resultados, porque a ella no le gustaba. Marta fue contratada como secretaria por Postobón Bucaramanga, y hasta la sede en la carrera 33 junto al Batallón de la Quinta Brigada, llegó su joven pretendiente, porque dizque tenía que hacer diligencias casi todos los días, precisamente cerca de la oficina de su huidiza diva, con la intención de conquistarla como fuera y animado por adagios como «Tantas veces va el cántaro al agua, que al fin se rompe». Pero el cántaro de Marta demoró varios meses en romperse. Era tal la traga de Alfonso por Marta, que acabó su romance con Maruja Tello, prima de uno de sus compañeros ciclistas, Wilson Díaz Tello, y se dedicó a colmarla de detalles. Serenatas con el trío Los Zafiros, el grupo infantil Exodo y mariachis; flores y más flores, y continuos regalos, hicieron que ella «echara» a su novio y aceptara al joven ciclista que parecía vivir para enamorarla.
El primer obstáculo que se atravesó en la vida de la nueva pareja fue precisamente el ciclismo. A los seis meses de romance, Alfonso fue contratado por Postobón para integrar el equipo de la temporada, y debió viajar a Medellín en donde se instaló en la residencia de su técnico, Elkin Darío Rendón. Se recuerda una frase pronunciada con entonación bíblica, que les dijo a algunos amigos, cuando partió: «Volveré cuando sea el mejor. Entonces los que no creyeron en mi, creerán; los que me criticaron, callarán, y los que no me ayudaron, querrán hacerlo ahora». Radicado en Medellín, el amor por Marta se alborotó en el Romeo deportista, quien varias veces llegó al extremo de tomar la motocicleta que le servía como vehículo de locomoción, empacarla como carga y enviarla a Bucaramanga, mientras él abordaba el mismo avión. En su destino, reclamaba la moto, se subía en ella, pasaba por una floristería y compraba un ramo, o en una tienda una simple chocolatina, y corría a grandes velocidades hasta la puerta de la casa de su amada, a quien invitaba a dar un paseo. Al otro día repetía la operación aérea en sentido contrario, para retornar a Medellín. Ese amor de lejos duró dos años y medio, con la oposición del padre de Marta, Luis Tarazona, quien no creía que un ciclista fuera capaz de sostener una familia. Esta apreciación la compartían los ocho hermanos de Marta, todos varones. Finalmente, cuando llegó la hora de las decisiones -la propuesta de matrimonio- todas esas voluntades se vinieron al suelo, por la insistencia de la pareja y las muestras de seriedad que el ciclista había hecho durante el noviazgo. El matrimonio de realizó el 27 de marzo de 1978, en el Palacio Episcopal de Bucaramanga.
Después de la ceremonia y la fiesta, la pareja viajó a Medellín, y Marta se encontró ante la primera sorpresa: Alfonso había comprado una casa de dos plantas en el barrio Belén la Nubia, que además ya estaba amoblada. Sólo había un inconveniente para consumar el matrimonio: La cama, el lecho nupcial que él había escogido con tanto cuidado, estaba en la sala de la casa, porque no cupo por las escaleras. Para llevarlo hasta la habitación principal, era necesario tumbar una pared. A los recién casados les sobraban las energías para tumbar esa y mil paredes más, pero no tenían intenciones de desgastarse en oficios diferentes a los de la Luna de miel. La decisión fue silenciosa e inmediata: La Luna de miel transcurriría en la sala de la casa. A los pocos días, agotados por el amor, intentaron tumbar la pared para subir la cama. Pero si antes no querían, ahora no podían, porque no tenían fuerzas. Entonces decidieron dejar que unos obreros derribaran la pared y subieran la cama a la alcoba nupcial.
Obligada por el reglamento interno, que prohibía a una pareja de casados continuar los dos en sus cargos, Marta debió renunciar a Postobón y dedicarse a las rutinas hogareñas. Su nuevo papel era sencillo, porque se limitaba a la profesión de ama de casa, pero tenía un ingrediente poco grato: La soledad. Los continuos viajes de Alfonso a las competencias, la consumían en una inmensa tristeza, a la que se agregaba la «mamitis», enfermedad que suele afectar a quienes han sido muy apegados a su primer hogar. Como no tenían aún teléfono en la casa, Marta debía esperar al domingo para ir hasta Telecom y hacer las llamadas de rigor, que unas veces eran a Bucaramanga, para hablar con su mamá, Carmen Villamizar de Tarazona, y otras a cualquier lugar de Colombia o del mundo, para dialogar con su marido. En mitad de 1978, Marta quedó embarazada. Por lo menos tenía el aliciente de que dentro de unos meses, alguien la acompañaría durante las largas ausencias del ciclista, ya considerado entre los mejores de Colombia. En el nacimiento de su primera hija se reunieron los dos elementos que marcaban este hogar: El humano y el deportivo. El 6 de mayo de 1979, debía terminar la Vigésima Novena Vuelta a Colombia, y a finales de ese mes, debía nacer la primera hija del hogar Flórez Tarazona. Marta viajó a Bogotá en los últimos días de su embarazo, para acompañar a su esposo en el Autódromo de Tocancipá, en la conquista de la primera Vuelta a Colombia de un corredor santandereano. El viernes siguiente, 11 de mayo, regresó con él a Bucaramanga, para acompañarlo en el recibimiento que se le había preparado por la hazaña lograda. Después de recorrer las calles de la ciudad y de recibir un homenaje popular en el parque Santander, al cual asistió toda su familia, Alfonso Flórez fue premiado de muchas maneras, inclusive con $430.000, como cuota inicial para la compra de una casa.
Después de la vuelta, Alfonso le preguntó a Marta en dónde quería que naciera la primogénita, si en Bucaramanga o en Medellín, y ella escogió la capital de Antioquia, por la comodidad de tener allá la residencia. Entonces él viajó a su ciudad natal para atender invitaciones y homenajes, y ella se encaminó al parto. Ana María Flórez Tarazona nació el 29 de mayo de 1979, en la Clínica El Rosario, cuando su padre estaba en Bucaramanga, cumpliendo con los compromisos que había generado su triunfo en la Vuelta a Colombia. Una vez supo la noticia, tomó el primer vuelo a Medellín. Cuando llegó a la clínica e ingresó «Alfonso se paró en la puerta, miró asustado hacia adentro la gran cantidad de ramos de flores que casi no dejaban espacio libre, caminó hacia mi, me dio un beso y luego se quedó mirando a la niña. Le dije que la alzara, y casi no se decide. Con ella en los brazos, me dijo que le daba miedo que se le quebrara, porque era muy pequeña y frágil», recuerda Marta con especial énfasis, por el contraste de este nacimiento -con lluvia de flores y mensajes- con el de la segunda hija, el 10 de noviembre de 1981. Dice: «La vida es curiosa. Cuando nació Ana María, Alfonso estaba en la plenitud de su éxito, y sus amigos y simpatizantes nos llenaron de detalles. Cuando nació nuestra segunda hija, Carolina, el año deportivo había sido malo para él. Al llegar a la puerta de la habitación de la misma Clínica El Rosario, Alfonso volvió a observar el panorama, como la primera vez, y sólo nos vio a la niña y a mi, y tres ramos de rosas, dos de nuestras familias, y el tercero, de un amigo español».
Entre el nacimiento de las dos hijas sucedió la gran hazaña del Tour de L'Avenir de 1980. Alfonso viajó a Europa confiado en que le iría bien, pero no tanto como para ganar la carrera. Marta se quedó en su casa de Medellín con Ana María y su suegro, quien vino de Bucaramanga a pasar una temporada. Cuando Alfonso quedó de líder, la calma y la privacidad terminaron, porque a partir de ahí, los periodistas de Medellín, quisieron registrar cada segundo de la familia del posible héroe de las carreteras francesas. Desde ese instante, ella no pudo escuchar el desarrollo de la competencia, porque la casa fue tomada por los comunicadores, quienes transmitían en directo y a grito entero, las posibles reacciones de la esposa y la pequeña hija del ídolo. En cambio su suegro -el de los bigotes estilo Pancho Villa- se escondió de os periodistas en el solar de la casa, y con el radio pegado a la oreja, no se perdió un segundo de la hazaña de su hijo. Una vez concluyó la carrera, el 21 de septiembre, Marta, acompañada por las esposas de los demás integrantes del equipo Castalia, fue invitada por Postobón a un restaurante de Medellín, para festejar el título de Alfonso, primero de un colombiano en el ciclismo de Europa, en carreras por etapas.
Los dos años siguientes fueron regulares para Alfonso Flórez. Pero en 1983 ganó la Vuelta a Colombia, hecho que le causó mas alegría a su esposa, que el primer triunfo en 1979. «Nosotros sufrimos cuando Alfonso ganó la primera Vuelta a Colombia, porque se le acusó de deslealtad con Gonzalo Marín, quien era el líder del equipo. Después de la carrera, cuando aún me encontraba convaleciente del nacimiento de Ana María, recibimos llamadas telefónicas en las que nos amenazaban de muerte. Por eso disfrutamos mucho más el segundo triunfo, que no tuvo ninguna objeción», cuenta hoy Marta.
Con el futuro económico asegurado, porque Alfonso Flórez fue invirtiendo el dinero ganado, en finca raíz en Medellín y en Bucaramanga, y en un almacén de bicicletas, en sociedad con Jorge Ovidio González y Luis Fernando Escobar, transcurrieron los siguientes años de vida deportiva, hasta su retiro en 1989. Durante ese tiempo, Alfonso había vivido de lejos el crecimiento de sus hijas. Una vez tomó la decisión de abandonar el deporte, no volvió a montar en bicicleta y se dedicó a hacer todas las cosas que por razones del cuidado que exige el ciclismo, le estaban vedadas, como la comida condimentada, los fritos y el licor, con algunos de sus amigos, en especial con Abelardo Ríos. Cuando quería hacer ejercicio, salía a trotar o a jugar fútbol. Una vez le ofrecieron ser técnico de ciclismo y respondió que sí quería dirigir, pero no ciclismo sino fútbol. Pero la actividad que más ejerció fue la de padre. Quería recuperar el tiempo no invertido en sus hijas, en especial en la mayor, Ana María, quien se volvió su amiga, cómplice y confidente, hasta en la pasión por el Atlético Nacional. Era normal ver a Alfonso y a su hija, vestidos con la camiseta verde del club paisa, llegar al Estadio Atanasio Girardot para gritar desaforadamente durante 90 minutos, en favor de su equipo. «Tu eres mi llavería», le decía a Ana María, quien abría la palma de su mano derecha para estrellarla con la de su padre, mientras le respondía: «Si, yo soy tu llavería».
La vida de la familia Flórez Tarazona se tornó normal, hasta el jueves 23 de abril de 1992. Ese día, Marta salió de la casa antes de las 7 de la mañana, rumbo al Politécnico, en donde estudiaba Sistemas. Tomó un taxi, porque su automóvil Mazda, se encontraba en el taller de mecánica; las niñas se fueron a estudiar poco después, y Alfonso abandonó la casa hacia las 8 de la mañana, a bordo de su campero Mitsubishi. Al mediodía, Marta regresó a la casa y almorzó con las niñas, sin el papá, quien llegó alrededor de las 3 de la tarde y les dijo que posiblemente viajaría. Cuando iba saliendo de nuevo, Marta le pidió el favor de que le reclamara su carro en el taller; Alfonso accedió y dejó frente a la casa su campero. De inmediato detuvo un taxi y antes de subirse, su hija Ana María le dijo: «Papi, no te olvides comprarme un morral». El respondió: «Si mamita, yo ahora te lo compro». Esas fueron las últimas palabras de Alfonso, que la familia escuchó. «Si Marta, lo mataron» A las 7 de la noche sonó el teléfono. Marta contestó. Al otro lado de la línea, el comentarista deportivo de la Cadena Caracol, Wbeimar Muñoz, le preguntó: -»Marta, ¿Alfonso iba en un carro Mazda? -»No, él tiene es un campero», ¿por qué? -»Es que creo que sufrió un atentado... -»¿Como así?» -»Ahora la vuelvo a llamar», y colgó. Marta dice haber quedado como loca: «En ese momento no me acordé que Alfonso iba a reclamar al taller mi carro Mazda. Les conté a las niñas lo que me había dicho Wbeimar, y Ana María dejó estrellar contra el piso un vaso de jugo que se estaba tomando. Les dije que cerraran puertas y ventanas y no le abrieran a nadie, que yo ya regresaba. «De inmediato salí a la calle y al ver el campero de Alfonso en la puerta, sentí más desesperación: Ahí recordé que él debía estar en mi Mazda. Un vecino, atraído por mi nerviosismo o tal vez porque ya había escuchado la noticia por radio, se me acercó y me dijo que yo no estaba en condiciones de manejar, que si quería él me acompañaba. «Nos subimos en el vehículo y salimos con rumbo al almacén Arius. Descendí e ingresé. En el fondo se encontraba Luis Fernando, uno de sus socios, sentado, con la cabeza entre las manos y desesperado: '¿Por qué mataron a mi amigo? ¿Por qué?', gritaba. De inmediato comprendí que era cierto que habían matado a Alfonso. «'No puede ser verdad...', le dije a Luis Fernando, quien al notar mi presencia, se levantó, me abrazó y me dijo: 'Si Marta, es verdad, yo mismo le apagué el carro'.
«Presa de la desesperación subí en el campero y me dirigí a la Avenida Pichincha con carrera 65, en donde decían que había sucedido el crimen. Cuando llegué, el carro no estaba. Solo vi mucha gente y un transmóvil de RCN transmitiendo en directo, como en las carreras en que él participó. Ni recuerdo quiénes eran ni acepté hablar porque estaba destrozada. Con el mismo vecino nos dirigimos a Medicina Legal, y allí no me dejaron entrar en ese momento, porque le estaban practicando la autopsia. No había ya la menor duda: Lo habían asesinado, no sé por qué razón, pues era un hombre bueno. ¿El posible motivo? En esa época, si mataban a alguien en Medellín, todo el mundo creía que era por narcotraficante, y por eso algunos irresponsables lo acusaron y esa versión hizo carrera. Aunque todavía no se sabe la verdad, la versión mas difundida es la de un lío de faldas, porque dizque él estaba enredado con la esposa de alguien, que se dice era mafioso. El que hubiese sido por una mujer, no me extrañó, porque el único motivo de nuestras discusiones fue ese: Sus amoríos con mujeres casadas».
El sábado 25 de abril de 1992, Alfonso Flórez Ortiz recibió el último homenaje de sus paisanos. Pero a diferencia de los anteriores recibimientos, este fue modesto y triste. Modesto, porque a última hora se cambió la hora de la llegada y poca gente salió a saludarlo, y triste, porque el ídolo retornaba muerto a su ciudad natal, y no triunfador como siempre. A las 11 de la mañana llegó el féretro con sus despojos mortales al aeropuerto de Palonegro; de ahí fue trasladado en un discreto cortejo, a la Funeraria San Pedro, en donde comenzó de inmediato la velación. Las exequias se cumplieron el domingo 26 de abril, y su cuerpo fue sepultado en el Cementerio Jardines La Colina, al sur de la ciudad.
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